Queridos hermanos en Cristo, El Evangelio de hoy nos presenta una de las parábolas más conocidas de Jesús: la del buen samaritano. Pero más que una simple historia, es una provocación divina, una llamada a examinar nuestro corazón y nuestras acciones. Todo comienza con una pregunta aparentemente piadosa, pero cargada de intención: «Maestro, ¿Qué tengo que hacer …
Queridos hermanos en Cristo,
El Evangelio de hoy nos presenta una de las parábolas más conocidas de Jesús: la del buen samaritano. Pero más que una simple historia, es una provocación divina, una llamada a examinar nuestro corazón y nuestras acciones.
Todo comienza con una pregunta aparentemente piadosa, pero cargada de intención: «Maestro, ¿Qué tengo que hacer para heredar la vida eterna?» (Lc 10,25). El maestro de la ley no busca realmente la verdad, sino poner a prueba a Jesús. Sin embargo, Cristo, con paciencia, lo lleva a responder por sí mismo citando el gran mandamiento: amar a Dios y al prójimo.
Pero surge entonces la segunda pregunta, la que hoy también nos interpela: «¿Y quién es mi prójimo?» (Lc 10,29). Detrás de esta pregunta hay un deseo de limitar el amor, de justificarse, de buscar excusas para no comprometerse. Jesús responde no con una definición teórica, sino con una historia que rompe esquemas.
Un hombre es asaltado y dejado medio muerto. Dos figuras religiosas —un sacerdote y un levita— pasan de largo. No lo hacen por maldad, sino quizás por miedo, por legalismos (tocar un cadáver los hacía impuros), o por indiferencia. En cambio, un samaritano —un extranjero despreciado por los judíos— se detiene. No solo ayuda, sino que se compadece, invierte su tiempo, su dinero y su cuidado en el herido.
Jesús elige a un samaritano como héroe para mostrar que el amor no tiene fronteras. El prójimo no es solo el de mi raza, religión o cultura, sino cualquier persona que necesita mi misericordia.
Al final, Jesús no pregunta: «¿Quién cumplió la ley?», sino: «¿Quién se hizo prójimo?» (Lc 10,36). La vida eterna no se hereda solo con saber la doctrina, sino haciéndose cercano, como el samaritano.
Hoy, Cristo nos repite: «Anda y haz tú lo mismo» (Lc 10,37). Nos llama a:
- Ver al herido en nuestro camino (no mirar hacia otro lado).
- Compadecernos (dejar que el dolor del otro nos toque el corazón).
- Actuar (aunque cueste tiempo, recursos o comodidad).
Para reflexionar
¿Quiénes son hoy los “heridos” en mi camino? ¿Los migrantes, los solitarios, los que piensan distinto? ¿Qué excusas uso para no ayudar?
Que María, Madre de la Misericordia, nos enseñe a ser prójimos como su Hijo, que se hizo cercano a nosotros hasta dar la vida. Amén.
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