Hoy, al mirar a María en el cielo, vemos el destino de la Iglesia y de cada uno de nosotros. Como ella, estamos llamados a: Vivir en gracia, rechazando el pecado. Esperar la resurrección, pues nuestro cuerpo es templo del Espíritu. Cantar el Magníficat, confiando que Dios cumple sus promesas.

Hoy celebramos uno de los dogmas más consoladores de nuestra fe: la Asunción de la Santísima Virgen María en cuerpo y alma al cielo. Proclamado por el Papa Pío XII el 1 de noviembre de 1950 en la Constitución Apostólica Munificentissimus Deus, este dogma afirma que:

“La Inmaculada Madre de Dios, siempre Virgen María, cumplido el curso de su vida terrestre, fue asunta en cuerpo y alma a la gloria celestial” (MD 44).

Esta verdad no es un simple detalle piadoso, sino un signo de lo que Dios quiere para todos sus hijos: la plena redención, cuerpo y alma, en Cristo.


1. María, la Mujer del Apocalipsis: Victoria sobre el mal

La primera lectura nos muestra una imagen poderosa: una Mujer vestida de sol, con la luna bajo sus pies y coronada de estrellas (Ap 12:1). La Tradición ve aquí a María, elevada al cielo como Reina, pero también a la Iglesia, que peregrina hacia la misma gloria.

El dragón —símbolo del mal— no pudo vencerla (Ap 12:4). Así, la Asunción es un triunfo anticipado de la Resurrección, un recordatorio de que, en María, Dios ya ha comenzado a cumplir su promesa: “El último enemigo en ser destruido será la muerte” (1 Cor 15:26).


2. Cristo, primicia; María, primicia de los redimidos

San Pablo nos dice que Cristo es “primicia” de los resucitados (1 Cor 15:20). Pero en María, su Madre, contemplamos la primera obra cumplida de la redención. Si el pecado entró al mundo por un hombre (Adán), y la gracia por Cristo, María —llena de gracia— es la nueva Eva, asociada íntimamente a la victoria de su Hijo.

La Asunción no es un privilegio aislado, sino fruto de su unión única con Jesús. Como dijo San Juan Pablo II: “María no subió al cielo por su propio poder; fue elevada por la gracia de Aquel que quiso nacer de ella”.


3. El Magníficat: Humildad que llega a la Gloria

En el Evangelio, María proclama: “El Poderoso ha hecho obras grandes por mí” (Lc 1:49). La Asunción es la última y mayor de esas obras. Pero notemos el contraste: la que fue llevada al cielo es la misma que se llamó “esclava del Señor” (Lc 1:38).

Dios no la asumió por sus méritos humanos, sino por su fiat, su “sí” total. Por eso, la Asunción no solo es un privilegio mariano, sino una invitación a nosotros: vivir en humildad y confianza, sabiendo que Dios nos quiere completos —cuerpo y alma— en su Reino.


María, esperanza de la Iglesia

Hoy, al mirar a María en el cielo, vemos el destino de la Iglesia y de cada uno de nosotros. Como ella, estamos llamados a:

  1. Vivir en gracia, rechazando el pecado.
  2. Esperar la resurrección, pues nuestro cuerpo es templo del Espíritu.
  3. Cantar el Magníficat, confiando que Dios cumple sus promesas.

Que María, elevada al cielo, interceda por nosotros, para que, al final de nuestra peregrinación, también participemos de la gloria de su Hijo. ¡Feliz Solemnidad de la Asunción!


Oración final:
“María, Madre asunta al cielo, ayúdanos a vivir como hijos de la luz, para que un día podamos compartir contigo la alegría de la Resurrección. Amén.”

 

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